De pronto, se calmaron los temblores que sacudían mi cuerpo.
Me inundó una nueva oleada de calor, más intenso que el de antes, pero era una
nueva clase de fuego, uno que no quemaba.
Un destello.
Todo se vino al traste en mi interior cuando contemplé
fijamente al bebé semihumano y semivampiro con rostro de porcelana. Vi cortadas
de un único y veloz tajo todas las cuerdas que me ataban a mi existencia, y con
la misma facilidad que si fueran los cordeles de un manojo de globos. Todo lo
que me había hecho ser como era -mi amor por la chica muerta escaleras arriba,
mi amor por mi padre, mi lealtad hacia mi nueva manada, el amor hacia mis
hermanos, el odio hacia mis enemigos, mi casa, mi vida, mi cuerpo, desconectado
en ese instante de mí mismo-, clac, clac, clac... se cortó y salió volando
hacia el espacio.
Pero ya no flotaba a la deriva. Un nuevo cordel me ataba a
mi posición.
Y no uno solo, sino un millón, y no eran cordeles, sino
cables de acero. Sí, un millón de cables de acero me fijaban al mismísimo
centro del universo.
Y podía ver perfectamente cómo el mundo entero giraba en
torno a ese punto. Hasta el momento, nunca jamás había visto la simetría del
cosmos, pero ahora me parecía evidente.
La gravedad de la Tierra ya no me ataba al suelo que pisaba.
Lo que ahora hacía que tuviera los pies en el suelo era la
niñita que estaba en brazos de la vampira rubia.
—Jacob Black
No hay comentarios:
Publicar un comentario